Estoy sentada en frente a la ventana del cuarto de mi esposo en la casa de sus padres en el pueblo, y mientras reparto mi vista entre la tenue brisa que se cuela entre las ramas de los árboles en el patio donde corretean las gallinas de mi suegra y los gatos que trajimos de casa; y la carita durmiente de mi niña de apenas tres meses de nacida; no puedo dejar de pensar que la vida es uno de esos milagros que realmente, damos por sentado.

Este año, el cual pasé por fuera de los planes que había proyectado para el mismo, me ha enseñado que la vida siempre se recompone. Que no hay nada más grande que la capacidad de crear que se esconde en lo más recóndito de nuestros cuerpos. Que la sosegada tranquilidad y la paz que disfruto por estos días reside en verme reflejada en la mirada de mi hijita cada mañana al despertar a su lado.

Que mi lugar favorito en todo el mundo, en el que encuentro consuelo y contención, son los abrazos del hombre con el que decidí ir de la mano en este trasegar, quien me ama y a quien amo con todo el corazón, acto éste revolucionario en estas épocas de extrañas turbulencias emocionales, donde querer se ha vuelto sinónimo de desear, un asunto transaccional que la gente mide por la capacidad del otro de dar y dar y nada más.

El final del año siempre me atraviesa con una extraña mezcla de sentimientos porque me doy cuenta que el destino es, en sí mismo, un viaje en el que transitamos por oscuros abismos insondables y también por altas montañas donde se encumbra el sol con todos sus colores.

El paso del tiempo es uno solo realmente, sin final, siempre hacia adelante; pero el tema de dividirle en pequeños fragmentos que podamos contabilizar nos sirve como una especie de artilugio que nos protege de la vastedad del universo que avanza sin detenerse a contemplarnos con compasión.

Al mirar atrás, en los últimos dos años de mi vida, creo que el tema de clasificar el tiempo por días, semanas, meses y años; lo que hace es ayudarnos a revisar la experiencia de nuestras vidas por los hitos que vamos atravesando a cada traslación de la tierra alrededor del sol. No obstante, la vida misma va mucho más allá de esos hitos irrepetibles que se quedan grabados a fuego en nuestra memoria. La vida es eso que transcurre en medio de la repetición de la rutina diaria, de la cotidianidad que habitamos en cada una de las vainas que hacemos desde que nos despertamos hasta que recostamos la cabeza en la almohada para descansar al final de la jornada. La vida es eso: conjunción de esta aparente dicotomía que parece irreconciliable.

Y, desde aquella tarde en que me partí en dos para que otro ser viniera a este mundo, no dejo de contemplar cómo cada una de las cosas que he hecho me han traído a este momento de mi vida, en el que mis rayes y el ruido de mi mente se convierten en melodías que le tatareo a mi niña a la hora del baño o cuando quiero que haga la siesta.

En ella veo el futuro con una sonrisa brillante, con la convicción de que al ir sanando mis heridas estaré creando en ella a una persona compasiva pero con criterio, que sepa quien es y que lugar ocupa en el mundo. Que sepa que la vida vale la pena por la vida misma. Que entienda que no está en el deber de ser alguien a costa de su integridad en el marco de un sistema que nos deshumaniza a partir de nuestra capacidad de producir y producir. En fin de cuentas, lo que necesito es que ella entienda que ya es, así, sin más; simplemente porque nació. Porque su vida es la resistencia que he creado desde el amor.

Cuando veo la belleza en los pequeños, oscuros ojos de mi niña, que pareciera que me atravesaran el alma, siento que la vida me ha devuelto un montón de lo que me ha quitado. Cuando veo la belleza en los pequeños, oscuros ojos de mi niña, recuerdo los abrazos de mi madre y sus susurros de pechiche que me aliviaban el alma cuando más lo necesitaba. Y comprendo al instante que el amor nunca termina para quienes nos damos la oportunidad de tener paciencia. El amor nunca termina para quienes nos prestamos a acompañarnos en este camino mientras nos vamos curando las heridas mutuamente, a pesar de que cada vez son más quienes creen que amar es cumplir una especie de checklist en la que no todos cumplimos con todo y que por esa razón nos vamos a quedar solos.

Cuando veo la belleza en los pequeños, oscuros ojos de mi niña, veo la grandeza del universo en todo su esplendor; el testimonio de que la vida es más grande que ella o que yo, y que disfrutar este pedazo de existencia es el fin de la existencia misma, en el placer y el goce que nos es negado porque debemos sobrevivir para pagar cuentas al final del mes.

Yo creo que este año me he podido sentar a reflexionar sobre todas estas cosas porque en mi cuerpo, resultado de miles de millones de años de compactación de polvo de estrellas; se gestó otro cuerpo que, sin serlo, también es mío aunque no me pertenece. Y en ello he entendido una nueva clase de amor que jamás estaré en la capacidad de explicar. Y he dejado que ese amor me abrase y me arrebate porque es la recomposición del amar más grande que ya había sentido por alguien en la vida y que en algún momento perdí a causa de la muerte. La vida y la muerte. La muerte y la vida. Y el vacío en medio. No hay más…

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Y así pasó otro año más, en el que me he dedicado a sentirme feliz por estar viva, por ser vida y por albergar vida…

Me despido de este 2023 con la satisfacción de haberme contemplado en mi maravillosa vitalidad.

Sin más que decir, me despido por ahora con estos pensamientos.

Mucho amor y resistencia en su 2024.

Teresa.